lunes, 11 de junio de 2012

Entre carabinas y la Boca del Lobo.

Supe hasta los 9 años que yo fui un hijo causabodas, de esos que aparecen de la nada a mediados de los años ochenta. Dado a que mi familia materna nadaba en mares profundos de catolicismo, mis padres fueron obligados a casarse de inmediato por la iglesia y, por si las dudas, también por lo civil. Inmediatamente mi abuela materna les regaló un departamento de un edificio que se le había heredado, justo por Tacuba, que en tiempos de los setenta no era la porquería que es hoy en día.

Departamento sencillísimo, quisiera poder describirlo pero en ese tiempo no era capaz ni de controlar mis propios esfínteres, mucho menos mi memoria fotográfica. Pasados unos meses, creo, mi papá decidió cambiar la residencia de la familia a Aguascalientes así que nos mudamos con grandes esperanzas de poder regresar a la Ciudad de México tan pronto fuera posible, vamos, mi madre tenía 22, estaba a un semestre de terminar la carrera de diseño gráfico en la UAM cuando me alojé sorpresivamente en su vientre; mi papá, más despreocupado, era un médico veterinario zootecnista, lo que dice su título universitario, y de una familia un poco más acomodada económicamente. Estando allá, una mujer de 23 años, con un hijo que no podía dejar de llenar cualquier habitación de olores non gratos, un hombre de 28 con trabajo de veterinario de grandes especies (animales de rancho, pues), lo único que ocasionó fue un enfriamiento de esa relación forzada. Caracteres incompatibles llevaron a un rompimiento el cual sí tengo recuerdo, bueno o malo, lo recuerdo.

Después de varias visitas de familiares de las dos partes involucradas, tengo entendido que mi abuela empezó a hablar con mi mamá acerca de que se regresara, tomando en cuenta que mi papá no era todo un caballero con la educación liberal que mi abuela había puesto en cabeza de mi madre, macho de casa, orgulloso y dominante como él solo. Debo aclarar que mi abuela, nacida en el 39, tenía 2 divorcios, lo que es rarísimo en gente de su generación. Dada esa referencia, no se esperaría menos de mi madre que a la primera que estuviera harta de alguna actitud de mi papá lo dejaría sin mirar atrás. Y así pasó, no juzgo cómo fue porque esos chismes no llegaban hasta mi cuna de latón dorado y brillante.

La casa de Aguascalientes, "Agüitas" como yo le decía a mis 4 años de edad, era grande, muy padre para un niño con empujes de explorador: el patio normal, de piso carmesí, estancia como cualquiera, con sala y comedor en el mismo cuarto, el primero hasta el final, cocina del lado izquierdo, donde mi mamá le preparaba un asqueroso tepache a mi papá con cáscaras de piña que siempre repudié, al fondo los dos cuartos, el de la derecha el mío, no recuerdo nada de ese y tampoco del de mis padres. La decoración era algo especial, mi familia, por las dos partes, son dedicadas a la pesca y la caza de manera amateur pero muy entregada, la casa llena de pieles de animales cazados por mi papá, una boa viva encontrada en uno de esos viajes de caza habitaba en una pecera a un costado del comedor.

Algo que bien recuerdo es que mi mamá me compraba matamoscas de plástico con regularidad, yo era el, importantísimo, elemento encargado de matar a todos esos animales rastreros que tanto abundaban en las afueras de Agüitas, bien recuerdo que en donde fuera que estuviese jugando, solo escuchaba el agudo grito de mi mamá, casi siempre en la cocina, y yo me subía a mi carrito de plástico, tomaba mi matamoscas y con mis rodillas negras empujaba el carro haciendo sonidos de sirena de patrulla, llegaba al punto del siniestro, mataba al animal sin temer a nada, de un solo golpe y dejaba de nuevo la casa en tranquilidad, regresaba a mi cuarto, estacionaba mi carrito, ponía encima mi arma mortífera y retomaba mi juego, casual. Así, también recuerdo cómo mi abuela materna rompió una silla de nuestro confortable comedor de mimbre porque se escapó la boa de mi papá de su pecera.

Un día de esos, no recuerdo cómo se desató, pero mi mamá tomó un taxi de ahí mismo, sin maletas, sin bolsas, nada, solo le dijo al taxista que se fuera directo a la Ciudad de México. Nos habíamos escapado de casa y tomamos rumbo a casa de mi abuela. Tengo entendido que no mucho después se empezó el trámite de divorcio alegando que mi papá estaba siendo irresponsable hacia la familia por lo que el mismo trámite le impediría verme (cosa que, según mis recuerdos, no era cierta). Mi padre, en un arranque estúpido, y lo digo así porque nunca asimiló las consecuencias legales que esto le traería, decidió un día ir a la Ciudad de México por mi. Llegó la tarde de un sábado, poco antes del 15 de septiembre ya que los carritos con banderas rondaban por todos lados, tocó el timbre y la muchacha de casa de mi abuela salió a abrirle, sin saber nada de la situación que pasaba entre mis padres lo tomó con mucha naturalidad, mi papá le dijo que iba por mi para llevarme por un helado de limón, que pareciera que era lo único que me mantenía vivo porque siempre lo pedía, la muchacha sin dudar me entregó con mi papá y sin presiones nos regresamos a Agüitas, llegamos a esa casa, de noche, y mi abuela paterna me recibió en brazos. Según lo que me platicó mi mamá, su desesperación fue frustrantemente mortal, no sabía a dónde me había llevado. Dato curioso, mi mamá se había ido a cortar el pelo cuando mi papá pasó por mi a su casa, me había comprado un banderita en esos carritos que me hacen recordar la fecha, ahora mi mamá les tiene un resentimiento.

Mi madre tuvo varios intentos de ir por mi y regresarme a casa, el primero fue ella sola por lo que no pudo hacer nada, solo dio la vuelta y no pudieron dialogar en lo más mínimo.

El segundo fue un poco más agresivo, mi mamá acudió con un abogado y entregó diversas demandas a mi papá y no recuerdo cómo fue el proceso, pero solo ubico el escenario en el que yo estaba sentado en las piernas de mi mamá, en el asiento del copiloto de un coche dorado, el abogado manejaba e intentaba salir del lugar en donde se estacionó afuera de la casa de mi papá, volteé a la reja de mi casa mientras se alejaba y solo vi a mi papá saltar de un solo brinco la reja de la casa apoyado en su brazo, hizo volar 110 kilogramos en 185 centímetros de estatura sobre una reja de metro y medio, poco más. Cual toro enfurecido corrió al coche, y con la mano tomó el vidrio que mi mamá apenas estaba subiendo y lo bajó hasta el borde de la puerta del coche, me tomó del brazo y de un tirón me sacó. Supongo que el abogado y mi mamá no vieron otra salida más que irse de ese lugar sin ningún resultado.

La tercera vez, aunque fue la definitiva, fue la más intensa.
Me recuerdo claramente jugando con la colección de la serie de He-Man en la sala, me la había mandado completa el hermano de mi mamá, con todo y el castillo parlante, cuando escuché un numeroso grupo de hombres golpeando la reja de mi casa, mi papá abrió los ojos de sorpresa más grandes que los míos, mi abuela no estaba en ese momento. Los golpes siguieron a la puerta de madera que teníamos en esa casa, pintada de blanco, plana y con manija dorada que nunca pude abrir. Rompieron la puerta y eran, no se cuantos, miles, según yo, policías judiciales armados con armas de alto poder -así se le llama a cualquier arma larga con calibre mayor al .22, no me llamen exagerado-, exigiéndole a mi papá mi custodia. Mi papá tomó una reacción la cual jamás olvidaré: teníamos un rifle carabina (carabina se le llama a los rifles con cañon menor a 20 pulgadas) de mi bisabuelo colgado justo arriba del sofá en el que estaba sentado viéndome jugar, no sé porqué lo hizo, dudo que haya estado cargado pero su reacción convocó a que todas las armas de los judiciales apuntaran a él, con un raudo grito de uno de ellos: no haga pendejadas, señor, tómelo con calma. Pronto mi padre dejó atrás el acto que pudo terminar en algo peor. Tranquilo se sentó y recuerdo que salí escoltado por varios policías hacia el auto donde estaba mi mamá y abuela, las dos lloraban, lo hicieron casi todo el camino y yo lo único que recuerdo fue estar emocionado por ver tantos rifles y escenas tipo Rambo, película de moda en esos tiempos.

De ahí, nunca supe nada de mi papá, solo sé que mandaba giros postales por cobro de algunos pesos a cambio de verme y pasar alguna navidad con él. Mi mamá siempre se negó a cobrarlos hasta un día que estaba muy estresada por su tesis y lo tomó para irnos de vacaciones, igual nunca vi a mi papá.

Recurrentemente veíamos a mi abuela paterna por ser amiga de la familia, mi abuelo paterno era compañero de cacería del hermano de mi abuela materna. Siempre me veía y me abrazaba como si supiera que nunca más me volvería a ver, le tenía cariño pero no una costumbre, en mi casa solo escuchaba malos comentarios de esa familia, todo ello me llevó a pensar en que eran ciertos, sin tomar en cuenta que solo era el cincuenta por ciento de la versión completa.

Cuando cumplí 18 decidí buscar a la familia paterna, de manera libre al sentirme capaz de decirme independiente de decisiones en casa, me llevé enormes sorpresas.

Mi mamá siempre le tuvo una estima a mi abuelo paterno por tener un interés neutral en mi, nunca inclinó alguna decisión basada en ninguna de las dos partes, así que decidí llamarle a mi abuela paterna a escondidas y pedirle el teléfono de mi abuelo, estaban divorciados.

Le llamé, con voz temblorosa, dudosa y con sorpresa de conocer a la persona que siempre me había querido incondicionalmente. Nos citamos en un VIPS, cerca de mi casa y puntuales, los dos, nos vimos a la hora acordada. Yo, a mis 18, en la cumbre de mi adolescencia de patán, gañan, actitud de "me la pelan todos" lo vi en la recepción del restaurante y desvanecí en llanto, lo abracé, lo tomé de la cabeza cuando se agachó por mi, con 70 años aun medía un metro y noventa centímetros. Después del largo abrazo, que claramente conmovió a mucha gente de ahí, tomamos mesa para platicar. Me contó de sus viajes, sus aficiones, sus cacerías, cuanto me extrañaba, que siempre, cada que lo veía le pedía que fuéramos por nieve de milón, tal y como yo podía pronunciar limón. Acabado el café y el pastel, me pidió que fuéramos a su casa, que tenía unos regalos para mi que había buscado inmediatamente que le llamé.

Fuimos a Lindavista a donde vivía, casa de su hija, hermana de mi papá. Cuando llegamos, nos vimos, nos hicimos una plática insignificante que no me llenó del todo, no la recordaba bien ni que haya figurado en mi infancia. Pasamos rápidamente al cuarto de mi abuelo, abrió su closet y sacó una caja que parecía tener años guardada, de cartón humedecido, un tanto deforme, supongo que por tantos cambios de casa que tuvo, la tomó suavemente y la puso en su cama, cuando la abrió salió un olor a viejo, a polvo, a humedad y empezó a sacar poco a poco todo lo que tenía adentro. El viejo era un ídolo anónimo, le tenía una estima impresionante aun cuando nunca había estado con él en época consiente, ni en uso de razón y fue ahí cuando me di cuenta porqué. Sacó de la caja una botella de Henessy XO, con etiqueta de precio de Gigante Lindavista, con fecha de 3 de junio de 1985, solo dos días después de que nací y me dijo que la había guardado desde entonces para dármela el día que cumpliera 18, sacó un periódico, no recuerdo cuál, pero tenía fecha del 1 de junio de 1985, lo compró y guardo desde el día que nací, así mismo, sacó un saco de piel de venado, tipo monedero, lleno de monedas viejas y solo me dijo que esas eran las monedas que traía en la bolsa de su pantalón el día que nací y que se le hizo curioso guardarlas; del fondo salió un cuchillo de plata con mango de pata de ciervo, con mis iniciales quemadas en una funda de piel, una caja de pesca llena de instrumentos necesarios para empezar, 6 cañas de pescar que me había comprado a través de sus años de viajero por el mundo, un elefante tallado en madera, algo religioso, no sé definirlo, me lo había traído de cuando escaló el Monte Everest. Me llenó el corazón de alegría como nunca antes lo había sentido, un familiar que formaba una pieza en mi rompecabezas que no sabía que me faltaba. Lo abracé durante un largo tiempo y solo recuerdo que me dijo: que bueno que ese cariño por mi nunca lo olvidaste, porque yo tampoco lo hice.

Como siempre lo arruiné individualmente.

Días después, me atreví a pedirle el teléfono de mi papá a mi abuela para poder contactarlo, sorpresa que me dio al decirme que vivía en Montarrey, Nuevo León. Él no tenía relación con mi abuelo así que no podía juntar dos temas que eran como agua y aceite. Le llamé, con los nervios que nunca tuve antes, con la voz tan anormal que no me reconoció. ¿Raúl? ¿Eres tú? Me dijo cuando sintió mi voz nerviosa sin saber qué decir. Sí, soy yo, te quiero ver y platicar, ¿podemos? Y fue cuando me dijo que venía a México a verme.
Dos semanas después vino a México, hablamos, un poco más natural, y me dijo que pasaría por mi a la prepa cuando saliera, posteriormente iríamos a comer a algún lado. Pasó por mi ese miércoles, iba en una camioneta negra con vidrios entintados, como todo norteño, con lentes oscuros y el aire acondicionado a todo lo que da. Estaba con la novia en turno y solo me dijo que tuviera mucha suerte, me besó en la mejilla y mi papá me mostró un gesto como que quería conocerla pero creo que no era tiempo. Subí a la camioneta con una cantidad de diálogos preparados que ni la biblia puede contener, cuando del asiento de atrás sale una cabeza de un niño de unos 8 o 10 años, no lo sé, era mi medio hermano, el hijo que mi papá tuvo en su segundo matrimonio. Me irritó tanto que borró de mi cabeza todo lo que le quería decir, lo que le quería preguntar. El pésimo acto de mi papá nos llevó a no tener la plática íntima que tanto solicitaba y a la vez, sentía que merecía. Su único gusto era ver a sus dos hijos, enormes, juntos y sonriendo en todas las fotos. Creo que mi papá no se dio cuenta de mi disgusto, poco receptivo, tal como yo lo heredé.

Fuimos al mismo VIPS en el cual vi a mi abuelo y no concluí nada, solo creo que le di fuerza a los argumentos que siempre me había dicho mi mamá de él.

Meses pasaron y decidí irme una semana de vacaciones con él al pueblo donde vive, le pedí dinero para el camión y me fui 12 horas de camino a Monterrey, y una más de carretera para el norte hacia donde vivía él. No de manera humilde, pero no era lujoso su método de vida, tenía a su esposa, también veterinaria, mujer de la que nunca recibí ninguna mala cara solo calurosos recibimientos, qué respeto para ella, agradezco hoy en día todo eso.
Pronto mi papá empezó a realizar un tour por todo el pueblo para que sus amigos, clientes y conocidos me vieran y asombraran con el primogénito del doctor. Es de los veterinarios más concurridos y reconocidos en ese pueblo, casi ciudad, en la que un veterinario es más importante que un médico en donde la economía se basa en la producción de los ranchos. El hijo del doctor por aquí, el hijo del doctor por allá, ¿usted es el hijo del doctor, verdad? Y a todo siempre respondí orgullosamente que sí. Era todo un sueño, la gente e reconocía por el gran parecido que tengo con mi papá, cosa que su otro hijo no, y me trataban como la gran persona de ciudad.
Me la pasé bien, la ayudante de mi papá, Diana, una chica de una cara espantosa, como ver un tractoremolque desde abajo, pero con un cuerpo impresionantemente estético, le pidió permiso a mi papá para invitarme a salir en la noche. Mi papá, como el papá del gallo mayor, aceptó felizmente y me dio su camioneta para que pasara por ella en la noche.
Puntual estuve en su casa, humilde y a la mitad de la nada, se subió al asiento, se acercó un poco a mi y me tomó de la rodilla y me dijo que la llevara a La Hermita, era un parque en donde los jóvenes de todo el pueblo se juntaban para escuchar música, tomar y demás cosas que hacen los de pueblo, yo no encajaba. Me tomó de la mano y me llevó atrás de un árbol y me dio un beso en la mejilla y me dijo: hay mucha gente aquí, vámonos a la Boca del Lobo.
Entre aterrado por el nombre y emocionado por la actitud de ella, decidí tomar camino a ese lugar, que para mí, sonaba a mi muerte entre revolveres y sombreros. Llegando a La Boca, me di cuenta que era otro parque donde pasaba un rio, nada tenía que ver con el nombre, gracias a Dios. Fue ahí donde nos besamos y acostamos en la caja de la camioneta de mi papá, duramos ahí un largo rato y al no llevar condones decidí no calentarme la cabeza mucho, ya ven que las de pueblo nomás se embarazan de verles el talón.

Llegué a casa después de dejar a Diana a las 4 de la mañana, entré sigiloso y muy bajito le avisé a mi papá que ya había llegado, que todo había salido bien. Él, con reacción contenta, despertó a su esposa y le dijo que me hiciera de cenar, ella no emitió ninguna queja, se levantó, se puso una bata y me llevó a la cocina, me sentó en la mesa y me hizo machaca con huevo y unas tortillas de harina que había hecho a mano por la tarde, me ofreció salsa y se la acepté sin saber que la haría en ese momento. Me sentí apenado por lo que estaba haciendo, prácticamente mi papá le había ordenado que lo hiciera, cuando yo en mi casa no recibía ninguna atención de mi mamá a ninguna hora del día, y a esa hora de la madrugada, lo único que estaba acostumbrado a escuchar eran reclamos y regaños. Su esposa lo hizo con gusto, nunca me puso ningún gesto de desagrado en mi cara. Las atenciones que tuvo me llevaron a estimarla en un grado que nunca imaginé. No pasó nada más en ese viaje, nada relevante.

Mi papá empezó a presionar demasiado con la decisión de la universidad, con que pasara fechas importantes como navidad y año nuevo sin que yo estuviera preparado para no pasarla con mi familia de 18 años, sin mis tíos, sin mi abuela, sin mi mamá. Eso me llevó a pelearme con él de manera pasiva, por lo que terminó en que nos dejamos de hablar. Todo por no tener el valor de decirle las cosas y solo alejarme gradualmente, injusto para él porque nunca supo qué pasó.

Decidí cortar relación con toda la familia de mi papá, incluido mi abuelo, gran error, ENORME ERROR. Un día, solo recibí un mensaje de texto en mi celular, de mi papá.

-Tu abuelo murió.


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